A partir de elementos mínimos, sin grandilocuencias, Samanta Schweblin integra relatos que construyen un mapa sensible de pequeñas perturbaciones. Momentos íntimos, cotidianos, pero trabajados desde lo extraño y desde el miedo.

Por Juan Pablo Tagliafico *
Un conejo que escapa, el bufido de un caballo, un gato posado en una ventana, el litio siendo procesado en un cuerpo, una poeta que no logra conectar con su práctica, la intrusión violenta de otro en el hogar. Elementos mínimos, sin grandilocuencias, integran los relatos que componen El buen mal de Samanta Schweblin. A partir de ellos, la autora construye un mapa sensible de pequeñas —e intensas— perturbaciones. Son momentos íntimos, cotidianos, pero trabajados desde lo extraño y desde el miedo, capaces de devolvernos una imagen desacomodada de nuestra propia realidad.
“Lo raro siempre es lo más cierto”. La cita de Silvina Ocampo que abre el libro funciona como hipótesis de lectura del mapa que allí se despliega. Schweblin parte de una premisa clara: la rareza no es un desvío, sino uno de los terrenos más fértiles de lo real. La normalidad aparece, en cambio, como una convención tenue, un acuerdo social más inestable de lo que querríamos admitir, que sostiene rutinas, tranquilidades y una sensación apenas prestada de estabilidad.
En una entrevista con Silvina Friera para Página/12, en febrero de 2025, Schweblin ofrece una clave de lectura: “El concepto de normalidad es nuestra ficción más efectiva”. Si lo normal es una ficción eficiente, entonces lo raro —lo singular— opera como un detector de aquello que la vida cotidiana intenta esconder: tensiones, miedos, deseos, conflictos, violencias imperceptibles, esos puntos donde las convenciones se erosionan.
A lo largo de estos relatos breves, Schweblin compone una auténtica ecología de lo inestable. Un ruido fuera de lugar, un gesto animal, un objeto que no encaja: todo puede funcionar como disparador. Y aunque la inquietud está siempre latente, no se trata de terror. Es el suspenso que produce constatar que los vínculos y los cuerpos habitan un territorio permeable, donde nada se sostiene demasiado tiempo.
La autora recupera una idea de Susan Sontag: “la ficción es una máquina de ampliación de sentimientos y empatías”. En El buen mal, esa ampliación se orienta hacia lo que incomoda y se filtra por los márgenes, hacia las singularidades que perturban porque desordenan nuestras etiquetas de la vida cotidiana.
Así, El buen mal funciona como un pequeño laboratorio narrativo sobre la vida contemporánea: cómo habitamos la incertidumbre, qué miedos organizan nuestra intimidad, qué grietas revelan la fragilidad de lo que solemos considerar estable. No es un libro que busque respuestas, sino una forma de entrenar la atención sobre aquello que se nos escapa. Una lectura donde lo raro deja de ser excepción y empieza a funcionar como certeza.
*Juan Pablo Tagliafico. Sociólogo, Docente de la Facultad de Ciencias Sociales (UBA). Hincha de Boca.